Cuando perdí a mi padre estaba terriblemente conmovido. Sentí que una parte de mí murio. Me sentía muy vulnerable y muy mortal. Se sentía como si tenía cinco años y estaba perdido en un lugar publico. Sin el escudo contra mis temores, mi sensación de seguridad desapareció. Me encontraba solo y abandonado.

Traté de reconciler la muerte de mi padre y mi estado de melancolía racionalizando el hecho. Investigué y escribí acerca de la duración de vida de los hombres Latinos. Encontré que viviendo a la edad de 70 años, según las estadísticas del censo, mi padre vivió tres años más del promedia para un hombre Hispano. El pensamineto fue publicado como opinión editorial en el diario Houston Chronicle.

Sin embargo, el ejercicio intelectual no me trajo mucho consuelo. Para mí, al igual que personas con experiencias similares y que siempre evitan el tema de la muerte con familia inmediata, el luto se convirtió en un doloroso viaje solitario.

Han pasado muchos años desde que mi padre murió. Aún así, me abruman las emociónes cada vez que un conocido pierde a su padre y revivo la experiencia; o, cuando escucho canciones en la radio que le gustaban a mi padre. Al escuchar esas canciones siempre me hacen sentir espiritualmente cerca de mi padre. Pero mi llanto se derrama recordando a mi padre cantando esas canciones en la casa cuando yo era un niño. En veces me pregunto si es saludable sentir emociones tan intensas, despues de tanto tiempo.

Como muchos hijos, aunque soy el septimo, asumí la responsabilidad de cuidar a mis padres. La proximidad crio una gran conexión con mi padre. Aprendimos a valorar el punto de vista de uno y el otro. Llegamos a apreciar nuestras virtudes y aceptar nuestras debilidades. Yo estaba muy orgulloso de él por hacer lo mejor que pudo y no huir de la responsabilidad de proveer por su familia de diez hijos.

Hoy, arrepiento de no ser capaz de verbalizar lo que sentía por mi padre cuando vivía a mí lado. Como muchos padres, en su manera estoica, expresaba lo que sentía en pequeños actos que hijos no le dan mucho atencion. Pero a mi, sus hechos no se me escapaban. Cada mañana antes que me fuera a trabajar, él se levantaba a limpiar el parabrisas del vehículo que conducía; Y, a intervalos regulares, revisaba todos los aspectos del vehículo para asegurarse de que estaba en condiciones de trabajo seguras. El me conto que igualmente su padre preparaba su caballo cuando el era un joven antes de irse a la milpa.

La pérdida de mi padre me enseñó varias cosas que me ayudan a poner perspectiva a la relación de un padre y un hijo(a). 

La pérdida me enseño que los logros de un hijo(a) traen una enorme alegría a un padre. No importa que grande o pequeño el logro, padres sienten una gran satisfacción sabiendo que ellos criaron ciudadanos responsables y productivos.

Mi madre me dijo que mi padre se sentía dichoso cuando su nombre era asociado con hechos positivos llevados a cabo por sus hijos. Con mucho placer, mi padre le contaba a todo el mundo. Para un hijo(a), saber que uno pudo regalarle poquita felicidad a nuestros padres durante sus vidas es como descubrir un tesoro.

La pérdida me enseño que la cicatriz y la magnitud de la herida que causa la muerte de un padre esta directamente relacionada con la profundidad de la unión que un hijo(a) compartió con su padre. El tiempo pasa rápido y hay que tener el valor de criar una relación honesta, constructiva y cariñosa con nuestros padres.

La muerte de mi padre también me enseño que el dicho “el tiempo cura todas las heridas” no es verdad. El tiempo nadamas proporciona a un hijo(a) una acumulación de nuevos días para acostumbrarse a la idea de no tener a su padre físicamente presente.

La muerte de mi padre también me hizo mas consciente de que la conexion entre un hijo(a) y sus padres no termina en el momento de la muerte. Los niños pueden seguir honorando el nombre de sus padres en todos los actos que manifestamos.

Mas importante, me enteré que la muerte altera la conexion con nuestros padres pero no la rompe.  

Cada segundo de nuestras vidas, nuestros padres siguen presentes en nuestros genes, nuestras mentes, y en nuestros corazones. Es decir, nuestros padres nunca dejan de existir.

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